Wednesday, April 28, 2004

Sentimientos

Nunca fui bueno para expresar mis sentimientos. He mejorado, pero aún no lo soy. Tuve otras patologías también, que creo son análogas. Por ejemplo, a eso de los 12 años de edad, no podía negarme ante un comerciante. Una vez que yo preguntaba el precio no importaba su respuesta. Yo no podía negarme. Sentía tal negación como una falta imperdonable. Como una defraudación hacia él. Yo había entrado en SU negocio, gastado SU tiempo. A cambio, debía comprarle algo.

Me curó mi hermana, de un codazo en las costillas. Habíamos ido juntos a averiguar el precio de una carpeta a varias librerías. El precio fue cada vez más caro, a medida que preguntábamos. Lo normal habría sido volver a la primera librería y comprar la carpeta allí. Sin embargo, casi no pude despegarme del último negocio. Ahora que redacto esto me doy cuenta de que el problema no era consumirle el tiempo a un comerciante, porque de hecho no había tenido problemas en agradecerle sin conflictos a los que me atendieron en las primeras librerías para seguir con mis investigaciones. El problema era un problema de fidelidad. Una vez que yo había decidido terminar con mi pesquisa para aprovechar la mejor oferta, en ese último negocio, tras la respuesta de su negociante, yo inmediatamente me sentía pecador de infidelidad. Y no podía despedirme como lo había hecho con los anteriores. Porque aunque él no lo supiera, yo sí sabía que la decisión estaba tomada. Que la compra se haría en otro lugar, y que él definitivamente perdería la venta. Mi cerebro dictaba "Nooooo!", mis labios deberían haber dicho "Muchas gracias", pero en un alarde de independencia decían "deme dos".

–Doce pesos.
Esfuerzo silencioso. Dos segundos. Tic, tac. Tic, tac. Mi cara lo decía todo. Lucha interna. Caos. Descontrol.
–Déme dos.
¡Thud! (codazo).
–No. Muchas gracias.-- dijo mi hermana.

Seguro que dijo algo mucho menos diplomático, pero prefiero pensar que dijo muchas gracias.
–¡Pelotudo!– eso sí me lo acuerdo bien –¡En el primer lugar en el que preguntamos salía ocho!

La historia sigue, y es larga y dura. Pero no es ese el punto. Aunque curado de muchas patologías de expresión de sentimientos y deseos, de manejo de las propias voluntades y destinos, y de firmeza de decisiones, sigo teniendo algunas dificultades.

Sin embargo, hace poco estuve del otro lado.

–Me cuesta mucho expresar mis sentimientos– me dijo. –Y...– prosiguió, por decirlo de alguna manera.
–Y...– en su cara vi mi propia cara. Mi propia cara de 12 años. Esa cara que había visto a posteriori del codazo. Esa cara que veo cada vez que repaso aquella situación en mi cabeza. Esa cara que se ve desde el lugar donde estaban los perplejos ojos del comerciante. Esa cara que nunca vi, pero que armé en una escena como en un sueño, para poder revivir el punto de vista del comerciante, como parte de mi terapia de recuperación. Esa cara de lucha interna. Esa cara de lengua rebelde y cerebro impotente.

–Y... ¡H...!
Los músculos del estomago se tensaron. El diafragma apretaba los pulmones. Quizás el aire comenzara a salir de ellos en un quejido monocorde y entonces la incomodidad, la vergüenza o al menos la estética elegiría pronunciar esa oscura confesión, que se aferraba a los bronquios para no ser arrastrada al exterior, en lugar de emitir un graznido informe.

Nada.
Sus ojos se apartaron de los míos, pero no en busca de otro objeto de la habitación en el cual posarse, sino que miraron al pasado, o a la confesión, como para convencerla de que afuera el clima estaba agradable.

–Ehhh...
No fue un graznido. Fue un “Ehhh...”, como el “Ahhhhr...” de un angloparlante, pero era un “Ehhh...” rioplatense.

Me asusté. No sé si afuera el clima estaba tan agradable. El clima era yo. La confesión temía al clima exterior, pero el clima le temía a ella. Tanto o más.

–No es necesario que lo digas.– le dije. Creo que también le dije “tomate tu tiempo” o algo así.

Bien sabía yo el sufrimiento que esos momentos producen en las almas débiles. Yo era una de ellas, y había sufrido varias experiencias como esa.

La confesión se durmió la siesta. Bien arropadita y tibia. Y ronroneante. Afuera la lluvia era breve y muy fría. No se podía acusar a la confesión de haber elegido mal. De hecho, me voy a por mi siesta.

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