[ En virtud de nuestra sección "mirá loquencontré en mis recuerdos digitales", muestro este escrito del
invierno 2001 ]
---
Desde las ocho de la mañana (con algunas interrupciones, no les voy a mentir) estoy luchando con miles de problemas que surgen en el trabajo que preparo para una materia de la facultad. El trabajo consiste en hacer cuentas delicadas con números gigantes y hay millones de detalles a tener en cuenta.
Son las 17 horas y la idea de un descanso me atrae peligrosamente.
Saco fuerzas de distintos lugares para seguir. Me recuerdo mis pasiones y mis metas. Me convenzo de que me gusta y sigo. No es común que me tenga que engañar artificialmente para cumplir con mis estudios porque me apasionan. Pero en estos momentos lo único que hago es probar el programa de computadora una y otra vez para que siempre falle en el mismo lugar, ese lugar que reviso minuciosamente y luce perfecto.
El mayor de mis afluentes de fortaleza viene de ella. Vendrá esta tarde. Sale del trabajo a las 17 y está a treinta o treinta y cinco minutos de viaje. El invierno que me amenaza a través de los vidrios la estará abrazando ahora. Maldito invierno incorpóreo que me impide un violento desquite celoso. No hay peor impotencia que la de no poder protegerla.
Quizás me llame, me aliento mientras los dedos mecánicos golpean ya no tan gentiles las teclas inocentes del teclado. Quizás me llame aunque no es necesario que lo haga. No es frecuente que se comunique sin razón. Cuando llegue conseguiré algo caliente y algo dulce. El programa vuelve a fallar. No es mi culpa. Esa parte la escribió otro integrante del equipo de desarrollo.
Caigo en la congoja y la impotencia. Quizás deba comenzar de una vez mi recreo. Entraré las plantas que saqué a la mañana a tomar el sol. Busco las palabras con las que le comentaré a Ángeles lo bien que me hace tener su imagen de respaldo. Le contaré que le agradezco la fuerza con la que me impulsa a seguir. Se lo contaré aunque ya lo sabe. Vuelvo a compilar el programa. ¡Cuánto que tarda! Imagino su llegada. La casa está sola. La abrazaré un largo rato antes de mencionar palabra. Luego le contaré cuánto deseé recibirla. También lo sabe, creo, aunque siempre se declara ignorante de la profundidad de mis sentimientos. Al menos lo sospecha, espero.
¡Riiing! Su voz suave suena en el teléfono. Adoro el sonido de su voz en ocho kilohertz. Me recuerda las primeras charlas, cuando nos conocíamos y guardábamos en secreto sendos amores. La época en que necesitábamos una excusa bien evidente para permitirnos el placer de levantar el tubo y marcar el número que ya atesorábamos en nuestra memoria.
"Estoy..." me dice. Hay ruido de calle detrás. "¡Te amo!" la interrumpo. Tal era la intensidad de mis pensamientos. Tal fue la oportunidad de su llamada cuando más la quería cerca mío. "¿A mí?", pregunta retórica. Ya dije que se mostraba ignorante y ajena a mis clamores. El timbre de su voz, ahora más divertido, confiesa voluntariamente el juego.
Tuuu, tuuu, tuuu. Ocupado.
¡Maldición! Teléfonos públicos que merecieron mi odio fugaz que duró hasta que la pena volvió a cerrarse lenta sobre mí luego del sacudón que había tenido.
Corro al identificador de llamadas y miro el número. Es raro. Es de la zona, pero es nuevo. Utiliza la numeración ampliada que la endemoniada empresa telefónica incorporó hace poco. Le doy tiempo a intentar un nuevo llamado. Silencio.
Marco el número. Nadie contesta. Suena, sin embargo. Debe ser un semipúblico. Mi cabeza recorre la zona donde calculo que ella se encuentra, tratando de recordar la ubicación de los teléfonos públicos. Ya descarté unos tres kilómetros que rodean mi casa pues el teléfono es más lejano. Además ella acaba de salir del trabajo. Tardé demasiado en llamar. Supuse que tendría monedas encima y que llamaría nuevamente. Ahora se habrá ido a buscar más cambio. Estará en esa mezcla de enojo y tristeza en que me encuentro yo frente a estos desencuentros incómodos. Nunca supe si le pesa igual que a mí. En todo caso no lo demuestra.
Yo lo menciono cuando me pasa, y quizás parezco débil. Quizás me muestro más dependiente de lo que soy. Pero lo hago en honor a sus primeras confesiones. Cuando desahogamos nuestros secretos cariños y nos dijimos por primera vez que nos queríamos, ella me confesó cosas que yo no le habría dicho a un desconocido (porque en esa época éramos muy amigos y muy desconocidos). En fin... estará buscando monedas.
No tengo ganas de volver a mis asuntos. El recreo no sería inmerecido. Por otro lado, nada puedo hacer para calmar mis ansiedades. Pienso un momento. El zumbido del ventilador de las computadoras corta el silencio.
¡Riiing! Me emociono.
"Hola, ¿está Adriana?" Dice una voz atropellada y rústica.
"No. Vuelve en un rato, ¿querés que le deje un mensaje?"
"Ahh... no. Yo soy Peto. Decile que la vuelvo a llamar."
"Bueno, hasta luego"
Clac.
Qué gasto de energía, emocionarse y frustrarse a tal velocidad. Quizás se lo pueda contar luego a ella de manera divertida. Me gusta su sonrisa cuando resulta espontánea e irrefrenable. Ya intenté describirla antes y no pude. Hay que verla.
Estará viniendo para acá. Si le costó mucho juntar más monedas quizás decidió ponerse en marcha para no perder más tiempo. De todos modos, está sólo a treinta minutos de viaje. Veinte quizás, si ya tomó el primer colectivo.
El Peto este me interrumpió cuando estaba buscando el número telefónico en la guía. No albergo esperanzas porque es un poco vieja, y ese teléfono seguro que no está.
"No se ha encontrado ninguna coincidencia." espeta el buscador. Era de suponer.
Dirijo mi mirada a la otra computadora, la que estuve usando todo el día para trabajar. Tengo que esforzar la vista para interpretar los símbolos. Me había despegado de ese lenguaje para dejarme arrastrar por uno mucho más grato, ambiguo y humano, quizás igual de interesante.
¡Riiing! Es ella.
"Hola, te cuento rápido porque viene el tren. Al final voy a ir a la facu. Después te explico".
"Bueno, está bien".
Clac.
No comments:
Post a Comment