Él.
Abrí los ojos y la descubrí escrutándome. “Buen día”, me dijo, y el sonido me convenció más que la imagen sobre mi paradero: la realidad. No recordé lo que había soñado. La hermosura que me saludaba no era producto de mi imaginación (me habría sorprendido que lo fuera). No acostumbro soñar sonidos ni olores. Y ella sonaba y olía. Y olía muy bien.
Ella.
Cuando abrí los ojos lo primero que vi fue el látigo colgando de la pared. Y más allá una de esas bolas con pinches cuyo nombre nunca supe. Me impresioné. Pensé que haberle dicho “llevame adónde quieras” la noche anterior pudo haber tenido peores consecuencias. No fue mi boca la que dijo esa frase ni mi mente quien la dictó. Mi cuerpo se la dijo a sus manos. A sus manos sordas que palpaban en busca del mensaje.
Él.
Creo que me dijo algo luego de saludarme. Me acordaría de su comentario de no ser por su posterior confesión: “Tengo algo que decirte”, comenzó atemorizante. Normalmente se me habría congelado la sangre tal preámbulo, pero por algún motivo me resultó divertido. Actuando una cara de terror que intentó hacerla cómplice de mi divertimento, la invité a disparar. “No me llamo L. Me llamo M.”, espetó, y con eso, en menos de 12 horas de nuestro primer contacto visual, concretó dos de mis más febriles fantasías.
Ella.
No existe. No existe. ¿Qué hacía este espécimen en ese lugar donde lo encontré? ¿Por qué tiene todo lo que busco? Ayer le dije “No existís” para comprobar si era fuerte el hechizo. Sin embargo, hoy amaneció junto a mí, y su cuerpo ya me busca nuevamente.
Él.
La llamé al día siguiente para ver si nos íbamos a ver. “Vayamos despacio” me dijo, y no pude evitar la carcajada.